viernes, 3 de julio de 2009

Elogio a una banca

Siempre cuando deambulamos por ahí, saltamos las cosas, no nos detenemos a mirar que nos dicen, porque reciben un nombre, o quizás, porque no se llaman de otra forma. Incluso cuando las vemos creemos que ellas, las cosas, los objetos, siempre han estado allí como espectadores inmortales y pasivos, que esperan, algún día, captar un poco de atención. Por ejemplo, ¿se han preguntado alguna vez por una banca solitaria en un parque?

Pues bien, son esas estructuras sólidas hechas en diferentes aleaciones y colores que al estar solas, sin gente encima de ellas, tú cruzas por el frente de éstas y le dices a alguien, o a ti mismo, me siento aquí o allá, ¿qué extraño impulso nos lleva a tomar esa fría decisión?, ¿comodidad? o ¿exclusión? En algunas oportunidades posan inermes en colegios, parques, cementerios. Habitan la ciudad y los pueblos, sirviendo de consuelo a caminantes, a los marchitos en penas, incluso se permiten ser tomadas como una cama dura para el desprevenido que se duerme, o para algún nocturno pasajero de la calle.


Cuantas personas o cosas no habrá albergado en su superficie: novios, amigos, un lector, la nota de un suicida, un niño que salta en ella, o tal vez un ave, que al momento de alzar vuelo la bombardea de excremento. Bueno, cuando eso ocurre, tan sólo pasamos los ojos por encima, nos llenamos de repugnancia, y no nos atrevemos a tomar asiento. Lo cierto es que las bancas en su soledad, en el frio, el sol canicular, o la lluvia, dejan que los recuerdos de sus efímeros amantes se posen sobre ellas, hasta se dejan llamar de otra forma, pues saben que queremos hacer más sencillo o menos aterrador nuestro pequeño mundito.



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