sábado, 25 de abril de 2009

Una primera invitación.

Como hubiera querido que aceptarás
mi invitación a tomar café
o una simple agüita de hierbas.
Pero tu cara de espanto
no lo permitió,
cuando supiste
que lo iba a hurtar de
una funeraria.

Cien.

Uno, dos, tres, cuatro,
cinco, seis, siete, ocho,
nueve, diez, once…

Veinte, veintiuno, veintidós,
veintitrés, veinticuatro…
Treinta…

noventa, noventa y uno, noventa y dos.
noventa y tres, noventa y cuatro…
noventa y nueve,

Cien.

Que triste e interminable
es contar hasta cien,
para jugar a las escondidas,
si ya no estás para buscarte.

miércoles, 15 de abril de 2009

Falta algo para concluir.

Quiero escribir notas que sientan mis manos.
tomar la poesía como una orgía,
conjugar verbos, sustantivos y adjetivos
en oraciones.

No olvidar el extraño placer
de conquistar con la punta
del lápiz,
hojas en blanco, de líneas o a cuadros.
Y que en ellas los cientos de borrones y
rayones no son una derrota,
sino un camino para dibujar las últimas letras.

Pero falta algo, -y no es aquello
que culmina con el fatídico
punto final de la gramática-, es el
sentir, ver y oír, cómo las palabras
se revuelven en tú voz e infatigables
silencios.

martes, 7 de abril de 2009

Una batalla.

Voy establecer una estrategia,
una táctica, una batalla, para defenderme
de mis enemigos.
Voy a batirme en duelo con los
antipáticos mosquitos que conspiran
en mi contra, y que me clavan su aguijón en lugares insospechados
cuando la noche cae;
emboscaré a los moscas cuando usurpen mi espacio;
con las polillas camuflaré naftalina entre mis prendas.
Perseguiré a las odiosas pulgas,
siguiendo el rastro de sus minúsculas huellas.
Al fin de cuentas, sólo me estoy defendiendo.
¡Ha!, y por si acaso, no apagaré la luz
en la noche para que no me sorprendan.

jueves, 2 de abril de 2009

Epístola


A mis padres que nunca supieron que podía escribir cosas absurdas (Q.E.P.D). Y a mi hermano William por seguir tomando café negro conmigo en tardes de política y fútbol.


Al rededor de una taza de café pueden pasar muchas cosas, siempre quise saber el porque me gustaba tanto y porque me niego a dejarlo. No pretendo hacer una consigna a favor de ella, o autoproclamarme en su más acérrimo defensor, nada de eso. Pero creo que todo comienza, y la respuesta está enraizada en el pasado, en los cientos de recuerdos que se han quedado pegados en mi cabeza.

Precisamente son los recuerdos, los relatos de la infancia, en donde muchas cosas empiezan a tornarse en explicaciones para el presente: el pudor de no mostrar el cuerpo desnudo, de callar cuando se come, de lavarse las manos, de tener fe, y de ver morir lentamente nuestras fantasías. Pero todo eso sólo lo sabemos, algunas veces, hasta cuando estamos un poco “adultos”.

Entre tanto, y para no olvidar mi frenética búsqueda, pienso en las primeras tazas de café, y creo que ellas se quedaron en el paladar y en los humeantes cigarrillos de mi viejo, en sus historias un poco juglarescas, del antipático Napoleón, de la conquista de Roma, pasando por los palenques, las guerras de independencia, la violencia bipartidista colombiana, incluso la aburrida época colonial. Cientos de narraciones que no se entendían porque eres un niño, y sólo quieres jugar a las canicas y a ser un avión.

Otra taza de café negro, y más palabras raras y personajes “triviales” que no entendía, que se acompañaban para ser escuchados entre los Panchos, los Visconti, y uno que otro tango; debo admitir algo: ¡ellos me caían mal!. Cómo olvidar las “insulsas” historias del viejo sobre un tal Bolívar, Marx y Mao a los estudiantes de la pública, que querían su revolución y no sabían que ello era una gran mentira.

Otra taza de café negro y más tabacos humeantes. Más simples palabras: eres católico, apostólico y romano, tienes una fe, un credo y partido. Todo eso se desperdigaba en los labios de la vieja Emma, que como cualquier madre, siempre quiere lo mejor para su hijo. Pero con el pasar del tiempo, estas cosas se van profanando y te conviertes en un impío, y sigues pensando en otras cosas más relevantes como el fútbol.

Nuevamente los boleros silencian las tardes de TV, y la atmósfera de la casa se inunda por éstos. Mientras tanto las discusiones más absurdas sobre las libertades, el Presidente de turno, sobre las mujeres, y el clásico del domingo entre los dos equipos de la capital se enconaban entre odios y amores. Pero la vieja se empeñaba con vehemencia en sus argumentos y yo en los míos. Creo que ya han pasado cientos de taza de café negro.

Ahondando un poco más en los recuerdos, creo que ya voy allanando el camino de mi incertidumbre. Más tazas de café negro, pero ahora ya no hay más tabacos encendidos, pues ya habían dejado su huella hasta en el más pequeño lóbulo pulmonar de la vieja. Aun persistían las tardes de amenas disputas, ya no importaba si eras de izquierda, derecha, azul o rojo, si odiabas o amabas, cualquier excusa era perfecta para acompañar el café negro; tardes enteras al son de más boleros, y de lecturas de Tomás Carrasquilla para que ella durmiera y descansara en algo su dolencia.

No obstante no podía faltar el reiterado e impugnable odio de la vieja por García Márquez, pues según ella, no se podían decir muchas veces la palabra culo y mierda, en un mismo libro como cien años de soledad.

Ahora bien, y persistiendo en lo implacable de la memoria, y en lo selectiva que ésta se convierte, puedo decir que no vive entre hadas y gnomos, entre payasos y bufones de la corte, sino entre miles de taza de café negro, y que en ellas se esconden sin expiación alguna cientos de amores, odios, boleros y uno que otro tango.

¡Bienvenida sea otra taza de café negro, pero sin azúcar!